El papel del campesinado, “como siempre”, es el de “producir alimentos sanos para la población del mundo”. En tanto, el rol de los gobiernos es proteger a trabajadores/as”.
Anderson Amaro, Movimiento de Agricultores de Brasil (MPA)

 

Latinoamérica es una de las regiones donde las economías campesinas o familiares son muy importantes para combatir la inseguridad alimentaria, reducir la pobreza, proteger los recursos naturales, fuentes de agua y empleos. Se estima que 80% de las unidades productivas son pequeñas y de tipo familiar, concentrando más de 60 millones de personas. (FAO: 2014).  El año 2014, fue declarado como el año internacional de la agricultura familiar, como una estrategia para posicionar en las agendas de los gobiernos el tema de diseño de políticas de Estado para unidades económicas garantes de la seguridad alimentaria. No obstante, si bien varios países aprobaron este tipo de estrategias, lo hicieron sin alterar las políticas de corte neoliberal vigentes y enmarcadas en los programas de ajuste estructural y privatización de los recursos naturales.

 

Con el Covid-19 y recesión económica, la crisis alimentaria se profundizará más. En la región latinoamericana, especialmente países importadores netos de alimentos que apostaron a tratados de Libre Comercio y destruyeron la producción de granos básicos, esta crisis se hará sentir con mayor fuerza una vez que la ayuda alimentaria y el subsidio al consumo de los suspendidos/desempleados por el COVID-19, se agote, en tanto, no hay una fecha límite de término, es decir, cuando volverá la normalidad, que no será la misma. Un caso especial, son países como Honduras, El Salvador y Guatemala, cuya dependencia de productos básicos importados es mayor, dada las “bondades” que ofrece el libre comercio y RD-CAFTA.

 

La preocupación es como restablecer la cadena de suministros de alimentos vigente antes del Covid-19, es decir, cómo hacer que una parte de los actores de la cadena, caso de los transportistas, grandes productores, mercados mayoristas, supermercados e incluso pulperías,  tengan disponibilidad de productos alimenticios; muy poca preocupación, acerca del como aumentar la producción de alimentos básicos y abastecer los mercados y ferias comunitarias y regionales, donde el pequeño productor campesino es a la vez  vendedor directo  e incluso comprador de bienes necesarios para vivir. Los mercados son globales, las cadenas son globales, los productores son globales y los consumidores también; es la realidad y no hay otra, dirían economistas neoliberales.

 

Con los programas de ajuste estructural y liberalización comercial unilateral de los países, la producción de bienes salarios, necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo y vida misma, dejaron de depender mayormente de las pequeñas economías campesinas, para pasar a supeditar el consumo a los bienes importados, canalizados a través de la agroindustria urbana y las propias cadenas de supermercados ligadas a empresas transnacionales de productos. Hoy se habla de Walmart y Pricesmart, como el centro de compra de las familias, incluyendo aquellas que viven en situación de vulnerabilidad económica y social en los centros urbanos.  A excepción de Nicaragua, que ha tratado de poner un sello, para que los consumidores distingan los productos generados por los campesinos, y puedan preferirlos y comprarlos, en los otros países no hay tal distinción; tal bueno es el maíz transgénico “gringo” como el que producen las comunidades lencas en el occidente de Honduras y Guatemala.

 

En estos países, los gobiernos con apoyo de Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) desconocieron y tiraron al cesto de la basura los esfuerzos realizados por aumentar el acceso de las familias campesinas a activos productivos y servicios de apoyo a la producción como tecnología, semilla criolla mejorada, prácticas de cultivo benignas cono el ambiente, crédito solidario, precios de garantía y canales de comercialización apoyados e incluso liderados por instituciones públicas y organizaciones sociales. En el caso de la tierra, países como Honduras y Brasil, incluso ensayaron programas de acceso a la tierra asistidos por el mercado, colocando fondos de préstamos para comprar tierras a  terratenientes, entregándose a familias campesinas sin tierra o en posesión precaria de estas, lo que fue descontinuado por lo oneroso de los mismos, los pocos resultados obtenidos en cuanto a cobertura de áreas y familias beneficiadas, y la vigencia de una lógica mercantil orientada a promover y explotar rubros no tradicionales de exportación en detrimento de los granos básicos.

 

Aunque ha sido evidente una mayor desintegración de las economías campesinas latinoamericanas, todavía se resisten a desaparecer y morir. Una de las políticas y estrategias ejecutadas por los gobiernos, es el extractivismo y proyectos de energía renovable, que los margina y expulsa de su hábitat natural y territorios. A ello se suman los agronegocios, que   involucra como eslabones básicos de las cadenas productivas y de valor, siendo los mayores beneficiados los exportadores, grandes productores, supermercados, banca y proveedores de insumos y créditos privados. Estos agronegocios son intensivos en el uso de agroquímicos que dañan la tierra, igual utilizan grandes cantidades de agua y no garantizan la protección social de los trabajadores, especialmente de aquellos de tipo estacional. La ganadería extensiva y la deforestación, que se usa por el Estado y los ganaderos como un aliciente para que dichas economías puedan reagruparse y producir alimentos en condiciones mucho más difíciles, es parte de la historia latinoamericana y una práctica institucional y política poco democrática.

 

Las economías campesinas se caracterizan por el uso intensivo del factor más abundante, el factor trabajo, por lo que su apoyo en términos de acceso a activos productivos, créditos subsidiados y rápidos y comercialización, permite enfrentar el problema del desempleo generado por la pandemia, incluso proteger a los trabajadores estacionales que quedaron cesanteados por el cierre de las empresas. Hay muchas unidades campesinas lideradas por mujeres, facilitándose la integración del trabajo agrícola con actividades de procesamiento agroindustrial. Estas unidades han dejado de ser el centro de las políticas agrícolas y financieras de la mayoría de los países latinoamericanos, marginándolas de los beneficios y prebendas que se otorgan a los grandes productores y empresas comercializadoras ligadas a los agronegocios.

 

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ha venido advirtiendo de las consecuencias y efectos negativos de la hambruna en la población vulnerable. Según FAO “unos 820 millones de personas en el mundo padecen hambre crónica, es decir, no consumen suficiente energía calórica para llevar una vida normal. De ellas, 113 millones se enfrentan a una grave inseguridad alimentaria aguda, un hambre tan grave que supone una amenaza inmediata para su vida o sus medios de subsistencia y les hace depender de la ayuda externa para salir adelante. Estas personas no pueden permitirse ninguna otra interrupción de sus medios de vida o del acceso a los alimentos que el COVID-19 pueda conllevar” (FAO: 2020).

 

En Latinoamérica, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) estima que la pobreza extrema aumentará de un 11% en 2019 a 14.2% en 2020 (escenario pesimista) y la pobreza de 30. 3 % a 35.8% para el periodo de comparación; pero es evidente que cerca de 16 millones de personas serán nuevos pobres extremos (CEPAL.2020).  La crisis afecta directamente a las economías campesinas cuyos ingresos mayores dependen de la venta de sus productos en los mercados locales y ferias del agricultor, sumado a la caída del empleo directo y estacional de miembros de la familia, por el confinamiento y la interrupción de la producción en las empresas exportadoras. Ello se agrava por el problema del sostenimiento del acceso a alimentos para aquellos grupos más vulnerables como niños y niñas que enfrentan serios problemas de desnutrición crónica.

 

Los gobiernos con apoyo de organismos multilaterales y agencias de cooperación de las Naciones Unidas, han recurrido a las transferencias monetarias condicionadas (TMC), ayuda alimentaria y monetización de las donaciones de alimentos, muchas de las cuales conspiran contra la producción de bienes salarios generada por los propios campesinos y campesinas. Estas transferencias se dificultan por las medidas de confinamiento, pero sobre todo por la incapacidad de los padres de familia, de poder llevar los hijos a las escuelas y centros de salud. Uno de los programas “estrella”, los comedores escolares, que según FAO beneficia a 85 millones de niños en Latinoamérica (FAO: 2020), puede ponerse en riesgo si la pandemia se alarga y se hace difícil poder llevar los alimentos.

 

Una mirada crítica a estas políticas de compensación social, muestra el interés de los gobiernos, organismos internacionales y ciertas agencias de cooperación, por profundizar la dependencia alimentaria de importaciones y donaciones de alimentos, en detrimento de la producción de la pequeña unidad familiar. Sin embargo, estas políticas se han vuelto poco efectivas ya que, al romperse la cadena agroalimentaria por el confinamiento, la demanda de alimentos aumenta y recurre más a la producción nacional, incluso por los llamados intermediarios institucionales (tienen pactos con los gobiernos en el marco de los tratados internacionales de comercio agrícola para importar alimentos con arancel cero), caso de la agroindustria del arroz en Centroamérica,  y supermercados mayoristas y minoristas ligados a cadenas transnacionales.

 

El entierro de las reformas agrarias, extractivismo y los  agronegocios, también conspiran contra las cooperativas agrarias y unidades de producción campesina familiares, pero su alta participación en la producción de alimentos las hace todavía necesarias en periodos como el actual, ya que resulta difícil poder garantizar el acceso a los alimentos básicos para la población confinada vía importaciones masivas, en tanto los mismos países superavitarios están poniendo restricciones a las exportaciones de estos rubros.

 

La FAO habla que hay suficientes alimentos, pero el problema es el acceso en el tiempo requerido. Rápidamente, planes regionales de producción de alimentos por unidades de producción campesina más integradas puede ser una solución efectiva a la crisis, canalizando los gobiernos suficientes recursos financieros y asistencia técnica al agro, no solo para beneficio de los grandes productores y empresas exportadoras.

 

A criterio de Julio Berdeguè, representante de FAO para América Latina y el Caribe, “no es que la región corra el riesgo de quedarse sin alimentos, sino que los ciudadanos no tengan dinero para comprarlos. En América Latina hace mucho año que el hambre no es producto de la falta de comida. Hace muchos años que superamos esa situación. Es un problema de falta de dinero para comprar comida y eso se va a agravar. (La Tribuna. Hn, 15-05-2020). Se le apuesta de nuevo a importaciones masivas y ayuda alimentaria, no a la producción de alimentos para el mercado interno por los países, en tanto los campesinos son productores, consumidores e incluso asalariados a la vez. Se tiene en mente, la dependencia alimentaria de países que subsidian la producción agrícola y trasladan sus excedentes a países para que se dediquen a producir productos no tradicionales de exportación para enfrentar la brecha de divisas y ser más “competitivos” en los mercados internacionales.

 

A Latinoamérica le llegó la hora de masificar los recursos financieros a favor de las economías campesinas, utilizando sus propias organizaciones gremiales y comunitarias, y mecanismos de financiación rural como las cajas rurales y bancos comunales. El modelo tradicional de financiamiento a través de los bancos y las intermediarias financieras privadas no sirve, ya que se demostró que la mayoría de los recursos se desviaron `para favorecer a grandes exportadores y agronegocios. Igual, llegó la hora de rescatar las tierras ociosas en poder de terratenientes y empresas transnacionales, para asignarlas a los campesinos y producir granos básicos, frutas y verduras.

 

Hay que modificar las leyes de modernización agrícola creadas en el marco de los programas de ajuste estructural que han profundizado la pobreza, inseguridad y dependencia alimentaria y migración en el agro latinoamericano, para favorecer a comunidades campesinas, indígenas y unidades de producción familiar productoras netas de alimentos. Igual, el enfoque de programas y proyectos de desarrollo agrícola promovido por los OFIs y las agencias de cooperación, atomizados y sin integración a estrategias regionales de desarrollo territorial y local. Implica una nueva forma de organización institucional, que de participación activa a organizaciones regionales y comunitarias de campesinos en el proceso de toma de decisiones, elaboración y evaluación de políticas públicas sectoriales y agroalimentarias. Ello permitirá, entre otras cosas, contener la avalancha del uso masivo de productos transgénicos y privatización de los insumos y servicios de extensión agrícola y el acceso a fuentes de agua segura para la producción alimentaria y consumo humano; también detener la destrucción del bosque y un mayor control de la actividad ganadera y piscícola.

 

En el encuentro “Dia Internacional de las Luchas Campesinas”, celebrado en Brasil el 17 de abril de 2020, destacó la urgencia de “ garantizar los Derechos Campesinos tal como lo recoge la Declaración aprobada por la ONU en el 2018, referido al acceso a tierras, semillas y  todas las condiciones para alimentar de forma segura a las poblaciones (….) mejorar las infraestructuras en el campo,  incrementar la disponibilidad de alimentos, facilitar el acceso a servicios financieros rurales, como créditos y financiación…expandir el área de cultivo y aumentar la productividad a través de la Reforma Agraria Popular y la Agricultura Campesina en armonía con la naturaleza proporcionando alimentación saludable a  las poblaciones y el enfriando el planeta”( Vía Campesina: 2020).

 

En este contexto, las preguntas que surgen son: ¿Seguirán los gobiernos y OFIs apoyando el extractivismo y los agronegocios, como una estrategia de desarrollo poco efectiva y excluyente para el agro latinoamericano? ¿Acaso habrá un espacio en las agendas públicas para nuevas leyes y políticas que promuevan con mayor fuerza la producción de alimentos por las economías campesinas? Las Naciones Unidas a través de FAO y CEPAL, pueden ayudar mucho en ello,  no solo dejando de atribuirle bondades a las estrategias o modelos anteriores, sino acompañando a gobiernos y organizaciones de sociedad civil en el diseño de políticas públicas de apoyo a la seguridad y soberanía alimentaria de los pueblos; pero también ejerciendo mayor incidencia en los OFIs para ajustan sus programas y proyectos a las prioridades nacionales, siendo una de las principales el acceso de la población a alimentos saludables generados desde los territorios campesinos y étnicos.

 

Un comienzo benigno con los campesinos, después de la pandemia, puede ser convocar a los ministros de agricultura, salud y educación de los países,  conjuntamente con organizaciones de sociedad civil, para adecuar el horizonte del Plan de Seguridad Alimentaria, Nutrición y Erradicación del  Hambre CELAC 2025, hasta 2030,   con una clara orientación de apoyo a la producción alimentaria sustentada en el fortalecimiento e integración de las economías campesinas por regiones, países, departamentos, municipios, en la búsqueda del objetivo de erradicar el hambre desde dentro y reivindicar  la soberanía alimentaria como política pública de integración regional.

 

El pequeño agricultor, como diría un gran campesinista hondureño, Gilberto Ríos, merece más que dádivas del Estado, merece un reconocimiento de sus derechos fundamentales y apoyo para alimentar su familias y pueblo.

 

Marcovia, Honduras, 15 de mayo de 2020

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/206587

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